La cordillera es grande y larga, tiene unos colores de tierra tierra y se hace espesa con el paso de las horas. Cuando salimos del paso fronterizo, Nicolás se dispuso a darnos almuerzo. La comida era muy similar a la de los aviones. Metido en recipientes de material metálico (como los de comida china), recibimos un trozo de pollo con alguna salsa aderezada con pimientos y arroz. Para el postre frutas y para beber agua, porque las bebidas que tenían eran de colores fabulosos y no nos entusiasmaron mucho. Además habíamos tenido la ocurrencia de comprar una gran Coca Cola, así que no teníamos para qué arriesgarnos.
Los “obreros” que subieron en Los Andes habían pensado más o menos lo mismo que nosotros y llevaban una botella de bebida. Lo malo fue que se les cayó al suelo y explotó en el pasillo del bus, probablemente a causa de la presión que hay en la cordillera. Fue un estruendo, pero más ruidosos fueron ellos para celebrar la torpeza del hombre que botó la botella.
Comimos y Nicolás se llevó las bandejas. Nos dieron té o café. Nicolás puso una película donde actuaba Demi Moore. Ella era una escritora cuyo hijo moría y luego su ex esposo y su mejor amiga (que eran amantes) la intentaban enloquecer (quizás por motivos económicos, no lo supimos porque el DVD se cortó cuando venía el desenlace). Hacían su aparición fantasmas, hombres guapos que luego eran fantasmas y la pobre Demi se trastornaba a cada minuto. La vimos hasta que pudimos y luego nos sumimos en la cordillera, en mirar las quebradas, los tonos de las montañas y de exclamar cada cierto tiempo: ¡Qué impresionante! ¡Qué grande!
Yo solo había visto Los Andes desde aviones. En mi viaje anterior a Uruguay, el año pasado, cuando el avión cruzaba la cordillera me imaginaba cómo sería hacer el trayecto por tierra. Ahí estaba, con los oídos tapados (en los aviones me pasa igual), pasando un poco de frío y contenta por el inicio del viaje. Siempre provoca cierta emoción cumplir deseos y en toda la planificación del paseo me llamaba más la atención llegar a Buenos Aires en bus que a un aeropuerto, aunque no haya podido conocer Ezeiza aún.
Antes de llegar a Mendoza nos encontramos con un pequeño pueblo llamado Uspallata. De eso vimos poco. Una estación de servicio, árboles y un grupo de niños que nos hicieron señas amigables primero y luego nos “pararon el dedo”. Nosotros, algo más educados, les sacamos la lengua. Uno de los chicos tenía la camiseta de la selección argentina, detalle que fue como “Sí, estamos en Argentina”. Toda una señal, pues era mi primera vez, mi primer contacto con la trasandinidad.
De ahí marchamos a Mendoza. Rodrigo había pasado unos días ahí el verano pasado, cuando viajaba con su amigo Alfredo. Comenzó en Icalma, en la Araucanía, y luego se pasó para Argentina, estando en Neuquén y en Mendoza. Nicolás anunció por altoparlante que tendríamos que bajar del bus y que podríamos pasear por la ciudad durante una hora, mientras Cata cargaba “gasoil”, se limpiaba y llegaba la cena. Confiada en el conocimiento de Rodrigo, salimos del terminal y paseamos un poco.
Había acequias en las calles y muchos árboles; codiciamos una heladería y compramos dos latas de cerveza Andes. No quisimos beberla en ese momento porque pensamos que no alcanzaríamos, pero cuando regresamos al terminal, pensando que Nicolás nos había olvidado, nos dimos cuenta de que solo nosotros nos habíamos preocupado y finalmente tuvimos que esperar al menos media hora más antes de partir.
El clima mendocino mataba. Eran cerca de las siete de la tarde y estaba nublado. Supusimos que incluso había llovido, puesto que la humedad era mucha. Rodrigo comentaba que cuando él estuvo el verano pasado era similar, yo tuve una reminiscencia de la plaza principal de Curacaví con una plazoleta que había afuera del terminal. La verdad es que no estoy segura de que se parezcan, pero me dieron una impresión similar. Un poco desentendí a la gente que viaja a Mendoza por un fin de semana. Aunque sea menos tiempo de viaje que para Buenos Aires sigue siendo una travesía extenuante y si uno se va a pasar varias horas en el control fronterizo creo que vale la pena quedarse una semana o algo así. A mi opinión se agrega la de Rodrigo, que no está seguro de que uno pudiera pasarse esa cantidad de tiempo ahí, que un par de días sí, pero una semana no sabe. Quizás alguna vez hagamos ese paseo y comprobemos o desestimemos.
Estábamos esperando en el Andén y vimos muchos buses. Entre ellos apareció un bus Cata que no era el nuestro y que lucía mucho más elegante, también de dos pisos, pero de color negro y con un diseño que mostraba a la ciudad de Buenos Aires en una fotografía nocturna, con el obelisco y muchas muchas luces. ¿Era lo que íbamos a ver?
Antes de saberlo, mucha pampa, un lugar perdido en el camino llamado Venado Tuerto. Despertamos en algún momento de la noche y vimos los letreros. Antes de eso, Nicolás nos dio una cena y supimos algo que nos causó horror. A los argentinos les gusta el vino tinto muy helado. Pedimos vino para acompañar la comida y cuando lo tomamos estaba congelado. Nos espantamos y pensábamos decirle a Nicolás, creyendo que era un error, pero pronto notamos que todos pedían repetición. Intentamos mezclarlo con nuestra Coca Cola tibia, pero no mejoró. A dormir. De fondo los peores videoclips programados por el azafato; toda la onda del eurobeat alemán. Se aguanta, esperamos mucho por este viaje y Buenos Aires se acerca por una carretera muy angosta y peligrosa, Cata vuela.